viernes, 28 de agosto de 2009

Supervivencia al cautiverio soviético

Febrero de 1943. La Batalla de Stalingrado había terminado con la capitulación del VI ejército alemán. El Alto Mando del III Reich y los ciudadanos alemanes eran incapaces de averiguar cómo les había ido al Mariscal Von Paulus y a sus soldados en manos de los soviéticos. En aquel momento, el mariscal de campo y sus generales vivían en un cuartel general relativamente confortable, cerca de Moscú. Pero los hombres del VI ejército que Paulus creía que tenían garantizado el alimento y cuidados médicos, en realidad estaban muriendo en gran número en las heladas estepas. El VI ejército alemán se dispersó por más de veinte campos, que se encontraban desde el Círculo Polar Ártico, a los desiertos y estepas del Sur. Un tren llevó a miles de alemanes desde el Volga a Uzbekistán, en Asia Central. Dentro de cada vagón, atiborrado con cien o más prisioneros, se produjo un macabro combate mortal cuando los alemanes se mataron unos a otros por los pedazos de comida que les arrojaban cada dos días. Los más cercanos a la puerta eran apartados por los famélicos soldados de detrás, sólo los más fuertes sobrevivieron a aquel viaje de varias semanas de duración. Cuando el tren llegó a las montañas de Parir, había muerto casi la mitad de los pasajeros.
Otros alemanes se quedaron en Stalingrado para ayudar a reconstruir la ciudad que habían devastado. El tifus aclaró sus filas y, en marzo, los rusos excavaron una zanja en Beketovka, echando dentro de una fosa común a casi cuarenta mil cadáveres alemanes.
Pero para más de otros quinientos mil alemanes, italianos, húngaros y rumanos, el invierno ruso fue una dura y sucia pelea. En el simple espacio de tres meses – febrero, marzo y abril de 1943 – murieron más de cuatrocientos mil.
En la mayoría de los casos, los rusos les dejaron perecer de inanición. Cada tres días los camiones del Ejército Rojo descargaban a su alcance coles, hogazas de pan helado e incluso basura, como alimento para los prisioneros. En Tambor, Krinovaia, Yelebuga, Oranki, Susdal, Vladímir y otros campos, los internados se arrojaban sobre la comida y peleaban matándose unos a otros.
En su intento de sobrevivir, otros prisioneros se hicieron personalmente cargo del asunto, especialmente en campos donde había decaído la autodisciplina militar. En Susdal, Felipe Bracci fue el primero en percatarse de ello cuando vio cadáveres sin brazos o piernas. El doctor Cristóforo Capone encontró cabezas humanas a las que habían extraído los sesos, o torsos a los que faltaban el hígado o los riñones. Había comenzado el canibalismo.
Al principio, los caníbales fueron furtivos, moviéndose sigilosamente entre los muertos para cortar un miembro y comérselo de prisa. Pero sus gustos pronto maduraron y buscaban entre los recién fallecidos, los que acababan de volverse fríos y, por tanto, eran más tiernos. Al fin, vagaban en grupos, desafiando a quien trataba de detenerlos. Incluso ayudaban a morir a moribundos.
A la caza noche y día, su codicia por la carne humana los convirtió en animales enloquecidos y, a fines de febrero, alcanzaron niveles de barbarie. En Krinovaia, un soldado alpino italiano corrió a través del recinto para buscar a su cura, don Guido Turla. “Venga enseguida, padre –le rogó-. ¡Se quieren comer a mi primo!”
El austado Turla siguió al turbado hombre al otro lado del recinto, pasando ante cadáveres descuartizados, sin estómagos ni cabezas, con brazos y piernas mondados de carne. Llegaron a la puerta del barracón y vieron a unos locos aporreándola con los puños. Dentro estaba su presa, herido mortalmente de un tiro por un guardián ruso. Los caníbales habían seguido la pista de la sangre caliente hasta la puerta y ahora intentaban echarla abajo para apoderarse del hombre aterrado.
A Turla aquello le dio náuseas y gritó a los caníbales, diciéndoles que se trataba de un crimen horrible, un lastre para sus conciencias y que Dios no les perdonaría. Los devoradores de carne se alejaron cabizbajos de la puerta. El padre Turla entró donde estaba el soldado moribundo para oír su última confesión. Cuando el muchacho le pidio que lo salvase de los caníbales, Turla se sentó junto a él en sus últimos momentos. Los caníbales dejaron su cadáver en paz. Tenían millares a su disposición.
En otro barracón de Krinovaia, dos hermanos italianos se habían jurado protegerse de los caníbales en caso de no morir a la vez. Cuando uno de los hermanos sucumbió de enfermedad, los caníbales se congregaron en torno al fresco cadáver. El otro hermano se puso a horcajadas en el camastro del hombre muerto y expulsó a aquellos chacales que estaban al acecho en torno a la cama. Durante la larga noche montó guardia mientras los caníbales le urgían a que les dejase hacerse cargo de la víctima.
En cuanto se aproximó el amanecer, incrementaron sus asaltos verbales diciéndole al hermano que era inútil que resistiese más. Incluso le ofrecieron que se cuidarían de enterrar el cuerpo. En cuanto mostró señales de debilitamiento, se aproximaron al lecho y se apoderaron con suavidad del cadáver que él había jurado proteger. Exhausto por la vigilia, el hermano sobreviviente se dejó caer al suelo y empezó a aullar histéricamente. Aquella experiencia lo había vuelto loco.
Los rusos disparaban contra los caníbales a quienes sorprendían, pero tenían que hacer frente a la caza de tantos devoradores de hombres, que hubieron de reclutar “equipos anticaníbales”, extraídos de las filas de los oficiales cautivos. Los rusos equiparon a esos pelotones con palancas y les pidieron que matasen a todos los caníbales que encontraran. Los equipos rondaban por la noche, avizorando el delator parpadeo de las llamas de las pequeñas hogueras donde los depredadores estaban preparando sus comidas.
El doctor Vincenzo Pugliese fue frecuentemente de patrulla y, una noche, al doblar una esquina, sorprendió a un caníbal que estaba asando algo sujeto al extremo de un palo. Al principio perecía como si fuese una salchicha, pero cuando Pugliese prestó atención se percató de que el objeto tenía pliegues como un acordeón y con un principio de náuseas se dio cuenta que estaba cocinando una tráquea humana.
Los prisioneros que se negaron a comer carne humana emplearon otros trucos para sobrevivir. En Krinovaia, un grupo de emprendedores italianos recuperó excrementos de las amplias zanjas de las letrinas y con las manos desnudas picoteaban trigo y mijo sin digerir, que luego lavaban y se comían. Los prisioneros alemanes pronto perfeccionaron aquel proceso. Colocando una serie de tazas de hojalata, extraían con ellas las heces y consiguieron recuperar tanto grano que hasta hubo mercado negro.
En Susdal, el doctor Cristóforo Capone empleó su fértil imaginación para salvarse a sí mismo y a sus camaradas. Hombre de carácter afable, aún conservaba el humor en tan trágicos momentos e ideó unos planes verdaderamente muy elaborados. Cuando un camión cargado de coles aparcó fuera de la acera, Capone organizó un grupo que robó la carga y la escondió debajo de las camas, en las letrinas y en los colchones. Mientras sus amigos comían vorazmente, Capone esparció un reguero de hojas de col desde el vacío camión hasta unos cercanos barracones de rumanos. Al fin fue descubierto el hurto y los rusos siguieron la pista y provistos de palos cayeron sobre los rumanos. Mientras tanto, los amigos de Capone se comieron todas las pruebas del delito.
El ingenioso doctor descubrió asimismo otro macabro medio para seguir vivo. Divididos en pelotones de quince hombres, los prisioneros de guerra italianos vivían en frígidas estancias y tenían que andar constantemente para no helarse. Cada mañana entraba un guardián ruso, contaba a los hombres presentes y les dejaba las raciones para aquel número exacto. En cuanto los hombres empezaron a morir de extenuación, Capone decidió que aquellos cadáveres podrían servir a un mejor propósito que ser arrojados en la pila de los cuerpos del patio. A partir de entonces, Capone dejó los cuerpos erguidos y apoyados en sus sillas. Cuando el guardián ruso hacía su recuento diario, él y sus compañeros se enzarzaban en animadas conversaciones. Los guardianes siempre dejaron las quince raciones; pronto Capone y sus compañeros fueron teniendo mejor aspecto.
Debido a que las bajas temperaturas preservaban a los cadáveres de la descomposición, el doctor los conservó durante semanas. Cuando su propio cuarto empezó “a reventar de proteínas”, se sintió impulsado a ayudar a los prisioneros vecinos y creó una especie de “préstamos y arriendos”. Cada día, transportaban los petrificados cadáveres de un lugar a otro, a las distintas estancias, proporcionando a sí a sus compañeros las raciones suplementarias que necesitaban.
En mayo de 1943, los rusos empezaron a tratar mejor a los prisioneros. Como explicó un cautivo, “deseaban que, después de la guerra, volviesen a casa algunos soldados”. Acudieron médicos y enfermeras para hacerse cargo de los supervivientes; los agitadores políticos recorrieron los campos, buscando candidatos para un adiestramiento antifascista. Tras varios meses de adoctrinamiento, un alemán exclamó: “nunca supe que hubiese tantos comunistas en la Wehrmacht… En la mayoría de los casos, quienes se volvían contra Hitler y Mussolini tenían en la mente un fin específico. La cooperación significaba una alimentación extra.
Miles de familias alemanas aún esperaban una palabra de sus seres queridos que sirvieron en Stalingrado.
No sería hasta 1949, seis años después, cuando comenzaron a regresar a sus casas los supervivientes del Eje de los campos de prisioneros soviéticos.

Fuente: “La Batalla de Stalingrado”. Autor: William Craig.

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